Sábado 9 de mayo de 2020, una de mis abuelas, amores grandes, maravillosos y únicos que han rodeado mi vida, estaría de cumpleaños. De hecho, mi papá nos envió hace algún rato un mensaje por WhatsApp recordándonos esta fecha, para orar por la paz de su alma.
Recuerdo que tenía 17 años cuando ella partió de este plano. Recuerdo los años previos, con todo ese sufrimiento en sus ojos, que hablaban mucho a pesar del silencio, pues había ya sufrido los embates de la ancianidad, algunos accidentes cerebrovasculares, la inmovilidad de su cuerpo, la pérdida del habla… Y supe también lo que significaba tener escaras en la piel, producto de los problemas circulatorios y la falta de movilización, muy a pesar de todos los múltiples esfuerzos que como familia se le pueden brindar a un ser amado. Recuerdo que estaba asistida por dos enfermeras, y recuerdo su fortaleza de carácter, lo que conversábamos, y sobre todo, su sabiduría respecto al matrimonio:
Me dijo un día:
“Hijo, el matrimonio debería durar 3 o 5 años ¡ya! Y extinguirse automáticamente, a menos que ambas partes, decidan de mutuo y común acuerdo, prorrogarlo por el mismo tiempo, y así sucesivamente… Para que entonces las parejas, siempre se vean esforzadas a dar lo mejor de sí, y no sentir que se conforman o deben soportar lo que no quieren.”
Y que conste que mi abuela era sumamente religiosa, y estuvo casada con mi abuelito… hasta que la muerte los separó… Igual, ahora como abogado, creo y sigo ratificando que mi abuela era visionaria y muy inteligente.
Disfruté a mi abuela, no tanto como mis hermanos mayores y mis primos mayores en cuanto a tiempo y juventud, pero a pesar de eso, y que mi abuela tenía más de quince nietos, tenía una extraordinaria comunicación con ella, y la sentía súper cercana. Todos rinden el mismo testimonio, que mi abuela fue siempre única y especial con todos y cada uno de nosotros.
Teresa, mi segunda madre, me dijo una vez alguna frase que llevo conmigo siempre desde entonces: “…Ellos (nuestros viejitos) se van despidiendo cada uno a su manera…” Y creo que es verdad… No todas las muertes son iguales, ni traen consigo el mismo contexto.
La mirada de mi abuela, se tatuó permanentemente en mi recuerdo, en mi corazón, una mirada desesperada de auxilio silente, ahogada en una lágrima perenne que me gritaba, me duele, me duele la vida…
Una vez fue tal, que le dije preocupado a mi papá que temía por la partida de mi abuela, y él, también muy sabio, y conocedor de sus padres, me dijo: “¡No chico, no te preocupes! Que tu abuela -lo mismo que tu abuelo- escogerá para irse de este plano, alguna fecha histórica, rimbombante… Ya verás, pues tu abuelo, no hizo cosa distinta.”
De hecho, mi abuelo falleció un día 1ero de mayo, día del trabajador, feriado nacional, y celebrado también mundialmente.
Mi abuela, no fue la excepción, y tal y como dijo mi papá, partió también en una fecha histórica (5 de julio) donde en Venezuela se celebra la firma del Acta de la Independencia, y obviamente hay desfiles, banderas en las ventanas de las casas y mucha fanfarria (además de los celebrados “puentes”).
Así, más allá del personaje único que significa en mi historia de vida mi abuela paterna, tengo muy presente el sabio consejo de mi mamá, quien siempre me ha insistido en que cuando vemos a una persona, un ser querido en la urna, es un recuerdo que no se borra nunca, y que -al menos para ella- es preferible siempre conservar el recuerdo de esa persona en vida.
Yo en su momento, ese día 6 de julio de 2000, en la funeraria Vallés de Caracas, quise verla por última vez, y me resultó indescriptible la energía y la sensación de paz que emanaba de sí, era como que estuviese dormida, pero a la vez, sonriente, descansada, en paz, lejana a los tormentos y dolores del cuerpo. Ese día inolvidable, no podía llorar, de hecho creo que no lo hice, pues sentí paz también, sentí que mi amada abuela ya no estaba sufriendo. Agradecí a Dios por lo vivido y lo compartido con ella, por haberla disfrutado en vida y demostrarle mi amor, mi apoyo, cuánto la amaba.
Ese día, sentí la muerte como un regalo, un regalo de paz y tranquilidad, que abrazaba a un ser amado, después de una vida bien vivida.
Walter Elías García